Eutanasia por decisión judicial en Perú: el caso de Ana Estrada
Saber que la posibilidad de recurrir a la eutanasia existe y está garantizada, mejora la vida de los que sufren.
El pasado 22 de febrero, un juez peruano dictó una sentencia histórica: acogió la demanda de amparo presentada por la Sra. Ana Estrada, habilitándola a poner fin a su vida mediante “el procedimiento técnico de la eutanasia” y declarando inaplicable, en su caso, el artículo 112 del Código Penal peruano, que tipifica el delito de “homicidio piadoso”.
En Perú no hay ley de eutanasia. El juez de la causa aplicó las normas constitucionales y legales de aquel país para decidir, en vía de amparo, que quienes a pedido de Ana Estrada pongan fin a su vida no cometerán delito. Los organismos públicos demandados ya anunciaron que no apelarán el fallo, aunque según dicen las informaciones de prensa la Corte Superior de Justicia debe revisarlo de oficio. Mientras la Corte no se pronuncie, el fallo de primera instancia puede ser ejecutado, lo que significa que Ana Estrada podría ejercer hoy mismo el derecho que dicho fallo le reconoce.
Sin embargo, Ana ha asegurado públicamente que no quiere morir ahora; lo que quiere es tener la posibilidad de elegir cuándo hacerlo. “Mi cuerpo se sigue deteriorando. Cada día estoy perdiendo más fuerza. Dependo más del ventilador, me agoto más para deglutir y en general para todas las actividades diarias. Necesito la garantía de parte del Estado para elegir cuándo y en qué condiciones morir. Ayúdenme a lograrlo”, dijo hace unos días a Perú 21, diario de su país.
En su blog, “Ana busca la muerte digna”, ella había escrito: “No quiero estar atada las 24 horas a una cama, ni soportar dolorosas úlceras en la piel, que se profundizan hasta ver los huesos y supuran pus. Eso solo sería el comienzo de sendas infecciones, más medios invasivos y amputaciones y no moriré. Este infierno será eterno y mi mente estará totalmente lúcida para vivir cada dolor en una cama de hospital sola y queriendo morir”.
Desde los 12 años, Ana padece una enfermedad degenerativa e incurable, llamada polimiositis, que ataca sus músculos. Pese a la enfermedad, que hizo que desde los 20 años debiera usar silla de ruedas, fue a la Universidad, se recibió de psicóloga y ejerció su profesión. En el año 2015 sufrió una grave crisis respiratoria que determinó su internación en cuidados intensivos durante varios meses. Salió de allí con una traqueostomía, una gastrostomía y una profunda depresión. Dejó de trabajar y pasó a recibir atención de médicos, psicólogos y nutricionistas las 24 horas del día, con la consiguiente pérdida de su intimidad y privacidad.
En un pasaje de su presentación judicial, reproducido en la sentencia, expresó: “…les diré de mi deseo de morir porque llevo tres años investigando, preguntando, conectando, elucubrando mil formas de hallar la muerte sin que mi familia salga perjudicada. Y hasta he tratado de ahorrar (ingenuamente) para ir a Suiza. Pues bien, me cansé y decido que lo último que me queda por hacer es contarles de mi historia y mi lucha y así encontrar apoyo no solo de los que me conocen sino también de cualquiera que crea en el derecho a la libertad. Creo que no hay mayor gesto de amor que ayudar y apoyar a un ser amado a hallar su muerte y ponerle fin al sufrimiento. Es una decisión que tomé el día que volvía a UCI por segunda vez por una recaída con neumonía. Cuando la ambulancia llegó a mi casa para llevarme al hospital, mi hermano llegó en ese instante y escuché que dijo a todos que esperaran un momento, pidió a la enfermera que saliera del cuarto y nos quedamos a solas. Se acercó a mi cama y oramos.”
Y continúa Ana Estrada, según se lee en la sentencia: “¿Por qué querer morir si soy capaz de encarnar la fiereza tibia del amor hasta llegar a explotar de felicidad? ¿Tan egoísta soy que no pienso en los que me aman? ¿Estoy deprimida y sólo necesitaría antidepresivos para pensar “positivo”? ¿A dónde se fue la fuerza de la “guerrera”, “luchadora”, “ejemplo” y “lección de vida”? Pues aquí estoy, con más fuerza que nunca para pechar y gritar al mundo que quiero mi derecho a elegir y decidir sobre mi vida y mi cuerpo. Y, les tengo noticias, lo intenté, pero no lo puedo hacer sola. Por eso hago este blog y la publicación de mi vida que no solo tratará de mi enfermedad sino también de la niña deprimida y sola, de la adolescente perdida y, finalmente, de todo este camino recorrido hasta aquí”.
El camino ha sido largo y penoso. Ana Estrada tiene hoy 44 años, y lucha contra su enfermedad desde los 12. Hace años perdió su autonomía; pasa 20 horas al día en la cama y de 4 a 6 horas diarias conectada a un respirador; necesita atención y cuidados las 24 horas para seguir viva, pero esos mismos cuidados la privan totalmente de privacidad e intimidad y se constituyen así en una causa adicional de sufrimiento para ella.
Demostrando un temple y una entereza extraordinarios, Ana Estrada no está pidiendo que se ejecute de inmediato la sentencia que acogió su pretensión. Sigue viviendo, con la invalorable tranquilidad que le da el saber que podrá dejar de hacerlo cuando ella libremente lo decida. Esta es una dimensión de la eutanasia que suele no tenerse en cuenta: el saber que la posibilidad de recurrir a ella existe y está garantizada, mejora la vida de los que sufren.
El pasado miércoles, cuando asistí a la sesión de la Comisión de Salud de la Cámara de Representantes para dar comienzo al estudio del proyecto de ley de eutanasia presentado hace un año, informé a la Comisión del caso Estrada y por vía electrónica le hice llegar el texto íntegro de la sentencia judicial.
Confío en que la conmovedora experiencia de esta mujer sirva para poner de manifiesto las realidades humanas que están detrás de las palabras con las que los legisladores practicamos nuestra esgrima verbal.